El altar del amor de Dios

The Altar of God's Love

Él lo ve

En Mateo 9 comenzamos leyendo acerca de una mujer e inmediatamente nos impacta el hecho de que era anónima. No tenía nombre, era una mujer sin rostro entre la multitud de quienes se agolpaban alrededor de Jesús.

Esta mujer enferma y anónima debe haber estado macilenta debido a la hemorragia que le había durado doce años, algo que la ley llamaba inmunda. Ella no podía lanzarse a los pies de Jesús y presentar su queja. Su modestia, humildad e inmundicia, así como la presión de la multitud, hacían del contacto cercano algo imposible. Por eso, su ímpetu, su necesidad, su vergüenza la impulsaron a extenderse para tocar, disimuladamente, el borde de Su manto.

Escuchen su historia:

Allí estaba una mujer que desde hacía doce años padecía de hemorragias y había sufrido mucho a manos de muchos médicos, pero que lejos de mejorar había gastado todo lo que tenía, sin ningún resultado. Cuando oyó hablar de Jesús, se le acercó por detrás, entre la gente, y le tocó el manto. Y es que decía: «Si alcanzo a tocar aunque sea su manto, me sanaré.»

Imagine esos débiles dedos estirándose desesperadamente, aunque con confianza, solo para tocar el borde de Su manto. Su enfermedad era de mucho tiempo, pero con el vestigio de energía que le quedaba en su frágil cuerpo, supo que si tan solo tocaba una parte de Su túnica, aunque fuera el borde…
Al hacerlo, ¡su hemorragia se detuvo inmediatamente!

En un instante sintió que su cuerpo volvía a la normalidad. ¡Había sido sanada de su aflicción!

Jesús supo en ese mismo instante que algo poderoso había ocurrido. Pero se volvió a la multitud y preguntó: «¿Quién ha tocado mis vestidos?» Sus discípulos le dijeron: «Estás viendo que la multitud te apretuja, y preguntas: “¿Quién me ha tocado?”» Tal vez el toque de ella había pasado desapercibido a los ojos de los que les rodeaban, ¡verdad.
Entonces la mujer, que sabía lo que en ella había ocurrido, con temor y temblor se acercó y, arrodillándose delante de Él, le dijo toda la verdad.

La respuesta de Jesús fue amorosa y personal, le dijo palabras de afirmación a esta mujer sin nombre, sin rostro, la llamó “¡Hija!” Un término de cariño. Es personal, no es aleatorio, ni generalizado, como al dirigirse a una multitud. La vio a los ojos y la llamó “Hija”.

Jesús le dijo: «Hija, por tu fe has sido sanada. Ve en paz, y queda sana de tu enfermedad.» Marcos 5:25-34

Su carga de doce años había sido quitada. Ahora era libre para irse en comodidad y paz… totalmente restaurada.

Sujétese de Él

Tome nota del hecho de que ella se extendió para TOCAR el borde de Su manto.

La palabra tocar acá quiere decir SUJETAR.

Ella no buscaba un toque rapidito, aunque era un toque muy necesario de parte de Jesús… ella buscaba sujetarse a Él. Es solo cuando nos sujetamos a Jesús que recibimos una total restauración. No queremos un toque casual hoy y quizá otro día. Queremos la totalidad de Él en nuestra vida.

Hay muchos hoy que tienen problemas que “fluyen”. El flujo de esta mujer era físico. Pero el toque de Jesús no estaba limitado a una área de necesidad. Es hora de que nosotros, mujeres y hombres por igual, vengamos humildemente ante Él y nos presentemos con el tipo de desesperación que esta mujer debió haber sentido. Ella había gastado todos su recursos intentando encontrar una cura para su dolencia. No halló nada… hasta que llegó a Jesús.

Recuerdo a Asher Intrater contándonos en Jerusalén este septiembre que cuando uno ve el mundo, con todas sus necesidades apremiantes, al ver uno sus propias situaciones y los lugares personales de desilusión, de pesar, esos donde uno aún espera expectante que haya solución, nos percatamos plenamente de que solo es un encuentro Divino, un toque del cielo, lo que puede hacer la diferencia.

Este es un tiempo en el que Dios está preparando a Su pueblo. Él está limpiándonos y sanándonos de todo tipo de “flujo”. Pónganse en el altar del amor de Dios y permita que Él le liberte de todo vestigio carnal que ande merodeando por su vida. TÓQUELO. SUJÉTESE a Él. Permita que Él lo limpie y lo restaure plenamente.

Ser pleno quiere decir: libre de herida o daño. Recuperado, libre de defecto o limitación. En buen estado físicamente. Completo.

Decimos, ¡sí, Jesús! Tú moriste para que todo elemento de plenitud aplicara a nuestra vida.

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